Periodismo

Aterrizar en el mundo

Por Abraham Jiménez Enoa

Abraham Jiménez Enoa se mudó a España tras 5 años prohibido de salir de Cuba

6 de julio de 2024

SumarioEn el capítulo 5 de su último libro, "Aterrizar en el mundo", Abraham Jiménez Enoa relata su experiencia de choque cultural al llegar a España, donde la abundancia sensorial le despierta una profunda sensación de vulnerabilidad.

Foto de Abraham Jiménez Enoa, periodista cubano que vive en Barcelona

Sobre el autor/a:

Abraham Jiménez Enoa

Cofundador de El Estornudo, revista cubana independiente y autor de La isla oculta y Aterrizar en el mundo. Fue columnista en The Washington Post. Ha publicado en The New York Times, BBC, El País, Aljazeera, Gatopardo, entre otros medios. Ganó el premio Libertad de Prensa Internacional del Comité para la Protección de Periodistas, el Sigma Delta Chi Awards de The Society of Professional Journalists, el de la Sociedad Interamericana de Prensa, el One Young World Journalist of the Year Award, el Lyra Mckee Award for Bravery y la beca Michael Jacobs de la Fundación Gabo.

Será imposible que entres a un mercado o a una tienda, me dijeron en Cuba, y que no te lances de clavado a comer todo lo que nunca comiste en tu vida, a ponerte encima todos los trapos que nunca llevaste. Sin embargo, me sucede todo lo contrario. Estoy tan en shock que bajo de peso y sigo con la misma ropa vieja.

Mi reacción al ver toda esta cantidad de productos es contraria a lo que me presagiaron. Les huyo a las tiendas, a los mercados, al lugar donde vendan algo. Les huyo porque les tengo miedo, me atemorizan demasiado. Al punto que debo comprarme ropa de invierno de verdad, pero no tengo el valor para hacerlo. Caminar por fuera de las tiendas y mirarlas de reojo es a lo que más me atrevo.

Todo este tormento me tiene sin apetito. Llega la noche y ni siquiera me percato que durante todo el día no ingerí alimentos. Por eso, quizás, el dolor de cabeza y las náuseas no se me quitan. Aunque estoy seguro de que ese malestar no es solo por no comer, sino por estar procesando todo lo que mis ojos están viendo, todo lo que mi cuerpo está experimentando. Mis ojos no descansan, lo miran todo, cada detalle. Voy por la calle y escucho montones de idiomas que no reconozco. Observo cada bar, cada cafetería, cada restaurante, cada tienda, los letreros enormes a colores de los anuncios publicitarios que parpadean, cada negocio, cada edificio, cada persona, cada persona y su ropa tan distinta a la mía, lo que beben, lo que comen. Estar tan pendiente de tanta información me tiene embelesado.

Mis ojos, que vienen de una realidad gris y monolítica, una realidad donde no hay variedad, están sobrecargados.

Unos amigos cineastas cubanos, que están terminando la postproducción de una película acá en Barcelona, me han invitado a un restaurante libanés. Llego el último. Están ya sentados en una mesa. Han pedido. Uno de los amigos, desde la distancia, le hace una seña al dependiente para que me traiga la carta. Comienzo a leer los nombres de unos platos desconocidos. No sé qué decidir. Busco si hay algún plato ya servido. Pero en la mesa solo hay cervezas, sodas, agua. Le pido al camarero un whisky con hielo para ganar tiempo. Todos mis amigos me miran con rareza. Quiero una bebida fuerte que me remueva el cuerpo. Me siento débil. Quiero saber si, sacudiéndome, puedo espabilarme. Sucede todo lo contrario. Beso el trago y la piel se me eriza. Una suave cosquilla comienza a caminarme el cuerpo, los pies, el torso, las manos, el cuello. Me desvanezco. Todo se apaga.

Mis amigos me miran. Tienen rostros que denotan preocupación. Los veo borrosos. Qué pasa, pregunto. Me cuentan que estuve mirando durante unos largos segundos una pared decorada con proverbios árabes. En ese lapso de tiempo vino el mesero para tomar mi pedido y tuvo que retirarse porque no lo atendí. Ahora que los escucho, entiendo. He regresado. Tengo un flashazo fugaz: recuerdo haber visto todo a mí alrededor como una pantalla en negro. No sé cuánto duró ese apagón de mi cuerpo. Busco la pared de los proverbios árabes. Hablan del renacer.

Días después, un escritor cubano me invita a su casa. «Bájate en la estación Joanic —dice el mensaje del escritor—, y de ahí caminas dos cuadras rectas y llegas a mi casa». Será mi primer viaje en metro, así que busco la estación más cercana y me quedo en la puerta de entrada a la espera de que aparezca algún desconocido al que poder imitar. Llegan dos señoras. Las sigo a una distancia prudencial hasta los tornos. Veo que pasan unas tarjetas, se abren unas pequeñas puertas y entran. ¿Dónde se buscan esas tarjetas? Veo a un hombre vestido de traje y corbata que se dirige hacia unas máquinas que están a mi espalda, trastea en los botones durante unos segundos y espera a que, precedido por un sonido mecánico, la máquina le escupa una tarjeta. Le imito, con algo de torpeza, pero logro transformar en un boleto la veintena de monedas que he liberado de mi bolsillo.

Intento varias veces introducir el boleto en los tornos. Empiezo a sudar. La gente pasa por mi costado y cruza esta frontera sin problemas. Plantan sus tarjetas a una velocidad increíble. Es un mecanismo que sus cuerpos tienen instalado. Me siento ridículo en este papel de espectador. Me asalta una punzada en el pecho. Viene en camino un ataque de ansiedad. Este golpe seco siempre es mi primer síntoma. Respiro hondo, cierro los ojos.

La mayoría de las personas no me mira. Avanzan como flechas hacia su destino con la mirada perdida. Solo atinan a atender sus teléfonos. Me siento el hombre invisible. Miro a la gente pidiendo ayuda con mis ojos. Todos sabemos detectar cuándo una mirada está pidiendo auxilio, socorro. Los que se percatan quitan la vista bruscamente. Huyen de mis ojos. No sé por qué lo hacen.

Doy un paso al costado para estudiar con más calma el escenario. Enseguida detecto el error: las tarjetas se deben introducir por el frente y lo estaba haciendo por encima, que es por donde salen. Me da una alegría tremenda descubrir la equivocación. Voy a la carga de nuevo. La abertura de la entradilla succiona mi tarjeta a una velocidad tan grande que me asusto. Grito. Retiro mis dedos como si un perro me hubiese lanzado una mordida. La gente ahora sí que me mira. No hay nada que me ponga más nervioso que ser diana de miradas. Me congelo, no camino. Suena un pitido después de unos segundos. La puerta se cierra. Sigo sin cruzarla.

Introduzco la tarjeta de nuevo y escucho el mismo pitido. Repito la acción, con más fuerza. Una mano me toca el hombro. Me volteo. Encuentro a una mujer con uniforme, es trabajadora de la estación. Le explico lo que me sucede. La mujer se retira sin decirme una palabra. Entra a una cabina, sale y me abre la entradilla finalmente con una tarjeta suya. «Muchas gracias», le digo, cuando me da la espalda por segunda vez sin hablar.

Dentro de la estación busco un mapa para estudiar el recorrido. Bajo las escalerillas mecánicas con el corazón dando brinquitos. En el andén me surge una duda: ¿estoy realmente del lado correcto? Llega el metro. Es una larga serpiente metálica con una cabeza aerodinámica con forma de nave espacial. No tiene locomotora. Me atrevo a tocar a un hombre para preguntarle si estoy en el andén correcto para ir a casa del escritor. El hombre me dice que no mientras entra al metro, que cierra sus puertas y se larga. El desconcierto vuelve a apoderarse de mí. Camino de vuelta hacia las escaleras mecánicas. Cruzo al andén de enfrente. En el mapa que está en la pared no encuentro la estación Joanic. El pecho se me agita más. Comienzo a perder el aire. Decido entonces darme por vencido. Salgo a la calle.

Regreso al apartamento del argentino. No prendo las luces. Las cortinas están corridas y por la ventana entra la luz de un poste de electricidad de la calle. Me siento en la mesa. Estoy tieso. Varias figuras de sombra bailan alrededor de mi cuerpo en la penumbra. Las contemplo con rabia. Miro el búcaro de adorno que está encima de la mesa con ganas de lanzarlo contra la pared. Corro la cortina y ahí está, en su balcón, la mujer del edificio de enfrente. Le habla a un teléfono. Hace gestos con las manos, está contenta. La miro un rato. Su pantomima me relaja. Decido que aún es pronto para ir a casa del escritor.

Un taxi, me digo.

Estoy en casa de mi amigo hasta la medianoche. El alcohol me relaja el cuerpo y al regresar al apartamento voy riéndome de todos los infortunios del día. Estoy tan relajado que quiero caminar un rato. Utilizo, incluso, Google Maps. Ocurre algo extraño: el muñequito en el mapa se mueve en sentido opuesto a mis pasos. Camino hacia la izquierda y el avatar gira hacia la derecha. Camino a la derecha y el muñeco gira a la izquierda. No hay manera de emparejar el mapa a mi rumbo. Estoy duplicado en sentido contrario. Desesperado, molesto, grito al aire una obscenidad muy cubana. Un hombre y una mujer que pasaban por mi lado se detienen. «¿Cubano?», preguntan. «Estoy perdido», les respondo. Me acompañan unas cuadras mientras me cuentan que hace más de diez años que no viajan a Cuba. Nos despedimos. Siento frío. Miro el teléfono para buscar la temperatura: tres grados. Cuando vuelvo a caminar, las luces de un cartel lumínico me encandilan la vista. Leo: «Vida nova». Es la publicidad de un vino.

El amigo escritor me ha sugerido que visite unas librerías. «Vas a flipar», dijo. Y yo me quedé atrapado en el verbo «flipar» y no en las razones por las cuales «fliparía» con las librerías.

Es increíble cómo, de manera inevitable, los migrantes son seres que se ven obligados a mutar. Su jerga, su físico, su ideología, su relación con el mundo cambia. Mutan porque es la única forma de sobrevivir a la expatriación.

Aterrizar en un territorio lejano o desconocido provoca que, pasado el tiempo, una porción de esa tierra se incruste en las uñas y se quede alojada allí para siempre. No se olvida nunca la tierra de donde se viene, pero la conciencia muta para asimilar y moldear los cambios ineludibles. Muchas veces esa mutación ocurre sin que seamos conscientes. El cuerpo por un lado y la razón por el otro. El escritor utiliza el verbo «flipar» treinta años después de haberse ido de Cuba. En su boca «flipar» no suena raro, ya es otro cuerpo, ya es una mutación. Es hermoso y es triste a la vez. Es hermoso porque confirma que renacer es posible, aunque se produzca de manera forzosa. Es triste porque para que el escritor ponga en sus labios el verbo «flipar» tiene que enterrar, sin percatarse, un verbo originario. ¿«Fliparé» yo?

Busco en Google la librería que me queda más cerca. Salgo a la calle con la conciencia de estar pendiente de los semáforos peatonales. Búscalos siempre, búscalos siempre, me repito mientras camino deslumbrado por la gente. No se esfuma esa sensación de estar presenciando un desfile de moda.

Una ciclista pasa por mi costado y casi me atropella. Su velocidad provoca que reciba un golpe de aire. Quiero mandarla a la mierda, pero no lo hago. Varias personas ven la escena. Me miran. Los miro. Busco en ellos la complicidad de la víctima. Pienso: «Ustedes lo vieron, esta mujer por poco me mata». Sin embargo, las personas me miran con cara de ser yo el culpable. No tengo idea por qué. Tímidamente sigo mi camino.

Ahora de frente viene una manada de ciclistas. Van uno detrás del otro. Miro al piso: una señalización. Es un carril para ciclos. No sabía que existían. Por este mismo carril es por el que debe transitar también esa gente que anda trepada en carriolas eléctricas, eso a lo que le llaman patinete. Y los que van en esas ruedas mecánicas que avanzan solas, sin timón.

Cruzo una avenida diciéndome: mira al semáforo peatonal, cerciórate de no caminar por el carril bici, avanza recto hacia la otra acera y no te detengas aunque venga alguien de frente en la masa contraria que cruza la calle. Cumplir el challenge con sobresaliente me sorprende y me vengo arriba: quiero cruzar otra avenida para volver a sentir el placer de hacer algo bien. Me doy cuenta que sonrío porque dos chicas, que vienen hacia mí sosteniendo unos barquillos de helado, tienen la amabilidad de contármelo.

Mientras camino, descubro que hay puertas de cristal de establecimientos que se abren solas. Parece que estar cerca de ellas activa algún dispositivo. Esto es el colmo, me digo. No tengo náuseas, el cuerpo está perfecto, no tengo síntomas de ansiedad ni de pánico. Voy a abrir puertas entonces. Camino pegado a ellas y las veo abrirse como conchas de mar. Me da placer el juego. Avanzo abriendo puertas. Las de las farmacias, las de los mercados, las de las tiendas, las de las cafeterías, las de los restaurantes. Esas puertas abiertas son mi avance en este mundo. Aún no tengo el valor de entrar, pero estoy a un paso.

Entro a la librería La Central del barrio El Raval. La puerta se abre sola. Salones llenos de estantes, del piso al techo, atestados de libros organizados por temas, por géneros literarios. Me paralizo. El cuerpo no me responde.

La maldita punzada en el pecho ya está aquí. Se me acalambran los hombros. Pierdo el control de mi cuerpo.

Busco el baño para pelear contra la ansiedad. Intento inyectarme calma. Me miro al espejo: sudo sin cesar, cara de pánico.

Me dirijo al salón de narrativa. En el camino tropiezo con una mesa. Caen al piso tres libros. Nadie ha visto mi torpeza. No puedo saber qué libros tumbé. Miro sus portadas y las letras parecieran que saltan una comba. Tengo la vista nublada. Logro leer los nombres de algunos autores, entre ellos el de Reinaldo Arenas. Que esté Arenas aquí acompañándome es un alivio ¿Lo vi realmente o fue una invención? Pensar que puedo estar viendo visiones me descoloca. Me alejo del estante para buscarlo desde la distancia. Escaneo poco a poco, de abajo hacia arriba, nivel por nivel, pero no lo vuelvo a ver. ¿Y si este estante me cae encima? Con el pecho sobre saltado salgo de la librería. Me siento en el banco de madera de un parque. Cerca de mis pies, un grupo de palomas destrozan un pedazo de pan viejo.

De noche, salgo con un amigo a tomar unas cervezas. De regreso a casa, siento unas incontrolables ganas de mear. El metro está vacío, casi es medianoche. En mi vagón hay cuatro personas y un guardia en uniforme. Me arrincono en el asiento. Miro de reojo al guardia. El hombre no mueve la cara, no hace un gesto, mira fijo algún punto que está en el vagón anterior donde va un grupo de jóvenes. Los jóvenes ponen música en un celular y cantan a la vez. Tararean a C. Tangana. Intento que mi vista no busque al guardia. Mis pies, los pies de las personas que van en mi vagón, la oscuridad del túnel por la ventana, el guardia que pasa su mirada por donde estoy. Coincidimos las miradas y eso me aterra. No tengo idea por qué estoy atemorizado. Temo que me pida mi documentación o cualquier otra cosa. Envidio al resto de los que van aquí y están orondos oyendo música, conversando, mirando la nada. Todos relajados, menos yo que no puedo sacarme de encima esta tensión por la presencia de este guardia. Saco mi teléfono móvil para entretenerme en algo y me doy cuenta que está sin carga. El guardia se baja cuando me queda aún la mitad del trayecto.

Un latigazo eléctrico en la pelvis me dobla. Me paro para contener mejor las ganas de orinar. Camino de un lado hacia otro en el vagón. Las cuatro personas que me acompañan me observan con extrañeza. Una parada antes de mi destino, no puedo aguantar más y un chorro de orine se me sale. Busco la mirada de los acompañantes de vagón y por suerte uno solo de ellos me mira. Sostenerle la vista me pone nervioso. Decido bajarme en esa estación. Por mis pies baja un hilo de orine que se pliega al pantalón.

Salgo del metro y el cuerpo se me relaja. Sin darle la orden, comienza a vaciar mi vejiga como si estuviera en el baño del argentino. Subo las escaleras mecánicas delante de un grupo de personas. Los tengo a mi espalda. No sé si se preguntan por qué camino y orino a la vez. Fuera de la estación hay un frío seco. Mis pies están húmedos, no tengo carga en el teléfono y no sé dónde carajo estoy. No hay una sola estrella en el cielo. Quiero llorar. Nunca antes me sentí tan desamparado, tan perdido, tan indefenso. Mis pies están mojados, siento que se congelan. No veo a nadie en la calle. Los que venían detrás de mí se han desaparecido en la noche. Me dio vergüenza preguntarles dónde estoy. Camino hacia ninguna parte con los pies abiertos para que mis muslos mojados no rocen entre ellos. Me cruzo con una mujer que me ignora. Debe haber sentido temor al ver que un hombre se le acercaba para hablarle en medio de la noche. Camino unas diez cuadras sin rumbo. Ahora daría la vida por tener al dichoso Google Maps conmigo. Encuentro un taxi que deambula. Llego al apartamento del argentino y, sin quitarme la ropa, me acuesto en el piso a mirar el techo.

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